domingo, 26 de septiembre de 2010

EL CRACK DEL BARRIO (cuento)

“¡Cómo avanza el progreso!” repetía Don Serafín, un viejo medio cascarrabias que era el dueño de aquella esquina que formaban las calles Rojas y Farina.
Esa esquina y Don Serafín armaban una dupla inseparable, era imposible imaginar al uno sin la otra.
A veinte metros del recinto sagrado de aquel hombre cercano al alcohol y alejado de las ilusiones, estaba el famoso potrero de la calle Farina, “la canchita”.

Las horas de fútbol en ese descampado con arcos improvisados pulieron algunas de nuestras habilidades, nos ofrecieron nuevos amigos, nos generaron angustias y felicidades según nos iba en esa feria de hacer goles o evitarlos.
Eramos muchos, pero no siempre los mismos. Y además, no siempre éramos una cantidad que terminara en un número par, con la gran complicación que ese pequeño detalle representa.
No había (ni habrá) nada peor para un partido de potrero que la falta o la sobra de un jugador. Se podría aplicar para este ítem perfectamente lo que dijo alguna vez Sor Juana Inés de la Cruz sobre el amor y la sal: “dañan su falta y su sobra”.

Y de paso, alcemos nuestras protestas al cielo para despotricar airadamente contra esa secta abominable compuesta por jugadores que faltan a un partido porque tuvieron que salir con la madre, porque se enfermó ésta o aquella tía, o fueron víctimas de circunstancias de segundo orden.

En nuestra canchita de la calle Farina se jugaron partidos memorables interpretados por personajes de toda calaña, pero mientras duró la existencia de ese potrero siempre se supo quien era el mejor jugador, el de más clase, el que jugaba en puntas de pie, el número uno: Carlitos.
Habilidoso, inteligente, con esa dosis de creído que se necesita para ser crack. Hacía goles imposibles, pero siempre con calidad, sin romper la estética, sin demacrarse por el esfuerzo.
Pateaba los tiros libres, era el dueño de los penales y de los equipos en los que jugaba.
Además era inteligente y un poco exagerado. Lo tenía todo.

En la historia de nuestra cancha, de nuestro barrio, nunca hubo un jugador que le hiciese sombra, pero cuando a Carlitos le tocaba hacer “la pisadita” con alguien siempre se lo empardaba con un chico que vivía a dos cuadras de aquel epicentro futbolero, que se destacaba por su pierna fuerte y remate de mula, y que se llamaba Ricardo.
Que quede claro, Ricardo no era la contrafigura de Carlitos, lejos estaba de serlo. Le tocaban esos minutos de igualdad porque no había otro, los demás éramos más chicos.
Por supuesto, los equipos en los que jugaba Carlitos (y en los que todos queríamos jugar) ganaban siempre. Y al parecer a Ricardo mucho no lo preocupaba esa cuestión de morder el polvo a diario.

Los tenues recuerdos de los tres años que vivió Ricardo en nuestro barrio estaban relacionados con otras cosas, no con su desempeño en la cancha.
Es más, los chicos sentimos un cierto alivio al saber que ya no sufriríamos con sus trabadas fuertes y sus patadas al hombre y/o a la pelota. En ese orden estricto.

Pronto nos llegó la secundaria, y el potrero, la canchita, fue quedando atrás.
Por un lado nosotros pasamos a jugar en otras canchas y con otras gentes, y por el otro, encima de nuestro campito construyeron dos enormes casas.
Tenía razón el viejo Serafín con lo del progreso.

Digresión.
A propósito de la secundaria, en primer año éramos cuarenta y ocho en mi curso. En verdad, cuarenta y siete porque un alumno nunca vino pero todos sabíamos su nombre y apellido completo pues todas las profesoras y los preceptores se encargaban diariamente de mencionarlo.
Se sabe, es ciclópea la tarea de tachar con una birome un apellido de un registro.

Tal vez porque las autoridades del colegio albergaran la esperanza de una aparición tardía allá por el sexto mes de clases o por un notorio desgano, ese nombre nos persiguió todo el año lectivo.
“No vino nuncaaaa”, gritábamos hartos allá por mediados de noviembre.
Jamás olvidamos ese apellido y esos dos nombres: Redondo, Fernando Carlos.
Tiempo después nos enteramos que nuestro equipo de la secundaria se había perdido a un excelente número cinco que pronto triunfaría en una selección juvenil, en Argentinos Juniors y hasta en el mismísimo Real Madrid.
Donde Redondo no pudo demostrar todas sus habilidades fue en la Selección Argentina, donde debió permanecer a la sombra de Ricardo Rodríguez … sí, Ricardo, el de nuestra canchita, el que no había dejado un solo recuerdo de su paso por ella pero hizo estragos jugando con gran mérito primero en Banfield, luego en Independiente y más tarde en el Barcelona de España.

Pero volvamos al personaje central de esta historia: Carlitos.
Su vida fue distinta a la de Ricardo, siempre.
Uno era sutil, el otro rústico.
Uno era la calidad, el otro la fiereza.
Uno fue diez años titular de la Selección Argentina, el otro puso una financiera.

En el amor, en la guerra y en el fútbol, todo vale.
Y todo puede suceder.

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