Y una tarde, finalmente, tomaron la decisión; tenían que salir de ese aburrimiento espantoso que los torturaba en los últimos tiempos.
Los rumores habían sido más que simples palabras...¿cuántas veces habían escuchado hablar de la corrupción del alma, de las sociedades cada vez más divididas, de los buenos cada vez menos buenos y los malos cada vez más malos?.
Y ahora, la realidad les golpeaba la puerta como una piedra.
Las personas del siglo veintiuno ya no necesitaban de ángeles o demonios: ellos solos se condenaban y ellos solos se redimían. A tal grado de ingratitud había llegado el género humano, que la maldad de los demonios y la bondad de los ángeles eran sentimientos insignificantes.
Esa tarde de domingo habían tomado la decisión. Sí, de los dos bandos.
Para gambetear el tedio que los consumía, ángeles y demonios armaron un partido de fútbol que sería todo un acontecimiento.
El escenario era propicio; un estadio infinito aunque sin tribunas, ni gritos, ni cámaras de televisión. Los ángeles vestían una impecable casaca blanca y los demonios se distinguían por una desprolija camiseta roja fuego.
El árbitro, un comedido que pasaba por ahí, dio la orden y la redonda inició su mágico deambular.
Los primeros instantes del juego sirvieron para comprobar ambas estrategias. Los demonios presionaban en todo el campo con una marca asfixiante y jugaban al límite del reglamento abusando permanentemente del foul táctico. Los ángeles se excedían en maniobras preciosistas aunque mostraban una mejor coordinación como equipo. En definitiva, era un partido parejo.
Como a los veinte minutos, allá por una nube cercana aparecieron dos o tres parroquianos, que atraídos por el encanto de una pelota rodando se quedaron mirando el partido.
A la media hora, no había pasado gran cosa, sólo lo que podía aportar de bello un zurdito habilidoso vestido de blanco.
Al iniciarse el segundo tiempo, la cosa empeoró y el partido se hizo aburrido. Si hasta se escuchó algún grito hostil desde nubes cercanas enjuiciando a los seres encargados de darles la vida a algunos de los protagonistas.
A pesar de todo, cada vez se acercaban más espectadores y el clima crecía en tensión. Desde el sector que ocupaban los simpatizantes de los ángeles se pudo escuchar entonces una severa reprimenda ante un mal fallo del juez: ¡Interperante!
Lo más espectacular de esos minutos ocurrió con un violento pelotazo del centrodelantero de los demonios que pasó lejos del arco y fue a parar a una nube vecina, desde donde (según las malas lenguas) devolvían la pelota tajeada. Pero esta vez retornó ilesa.
A esta altura todos estaban convencidos de que el cero a cero era inevitable. Algunos demonios iniciaron un juego verbal artero tratando de amedrentar a los ángeles con terribles amenazas si no los dejaban ganar. Era, una vez más, la lucha entre el bien y el mal...antigua porfía de la que aún nuestra civilización no ha tenido información certera del vencedor.
El tiempo se extinguía, empezaba a caer la tarde. Las nubes opacaban su fulgor y los parroquianos se ponían en fuga, cuando ocurrió lo inesperado.
Detrás de la mitad de la cancha, un jugador de blanco no identificado hasta ese momento pero que sobresalía visiblemente del resto de sus compañeros, dominó la pelota en su empeine y la dejó a su disposición. Envuelto en un haz de luz propio inició una carrera notable con el balón entregado a su pie izquierdo. Eludió a un adversario, luego a otro, dos más quedaron en el camino y el magistral delantero se encaminó hacia el arco.
El único testigo que quedaba detrás de ese sector, indicó que el delantero de larga barba movía la cintura de una forma nunca vista y su potencia era sobrenatural.
Esquivó el penúltimo obstáculo y enfrentó al arquero, al que desparramó con una gambeta corta. Era el gol de todos los tiempos.
Pero de pronto, se estremeció el espacio y apareció un defensor muy veloz que parecía envuelto en llamas, según atestiguó el mismo simpatizante que permanecía absorto detrás de ese arco en el que todo estaba por suceder. El defensor se arrojó desde atrás y cuando el gol era inexorable, trabó la pelota con una de sus piernas. El omnubilado simpatizante juraría después que él había visto una especie de cola roja erizada en lugar de la pierna salvadora.
Entonces, uno de los angelitos que acompañaba la jugada y que había corrido setenta metros esperando el pase, se puso las manos como bocina y le gritó al celestial delantero que permanecía envuelto en su propia luz:
"¡Largála, che!...¿Quién te pensás que sos? ¡¡¡¿Maradona?!!!
Los rumores habían sido más que simples palabras...¿cuántas veces habían escuchado hablar de la corrupción del alma, de las sociedades cada vez más divididas, de los buenos cada vez menos buenos y los malos cada vez más malos?.
Y ahora, la realidad les golpeaba la puerta como una piedra.
Las personas del siglo veintiuno ya no necesitaban de ángeles o demonios: ellos solos se condenaban y ellos solos se redimían. A tal grado de ingratitud había llegado el género humano, que la maldad de los demonios y la bondad de los ángeles eran sentimientos insignificantes.
Esa tarde de domingo habían tomado la decisión. Sí, de los dos bandos.
Para gambetear el tedio que los consumía, ángeles y demonios armaron un partido de fútbol que sería todo un acontecimiento.
El escenario era propicio; un estadio infinito aunque sin tribunas, ni gritos, ni cámaras de televisión. Los ángeles vestían una impecable casaca blanca y los demonios se distinguían por una desprolija camiseta roja fuego.
El árbitro, un comedido que pasaba por ahí, dio la orden y la redonda inició su mágico deambular.
Los primeros instantes del juego sirvieron para comprobar ambas estrategias. Los demonios presionaban en todo el campo con una marca asfixiante y jugaban al límite del reglamento abusando permanentemente del foul táctico. Los ángeles se excedían en maniobras preciosistas aunque mostraban una mejor coordinación como equipo. En definitiva, era un partido parejo.
Como a los veinte minutos, allá por una nube cercana aparecieron dos o tres parroquianos, que atraídos por el encanto de una pelota rodando se quedaron mirando el partido.
A la media hora, no había pasado gran cosa, sólo lo que podía aportar de bello un zurdito habilidoso vestido de blanco.
Al iniciarse el segundo tiempo, la cosa empeoró y el partido se hizo aburrido. Si hasta se escuchó algún grito hostil desde nubes cercanas enjuiciando a los seres encargados de darles la vida a algunos de los protagonistas.
A pesar de todo, cada vez se acercaban más espectadores y el clima crecía en tensión. Desde el sector que ocupaban los simpatizantes de los ángeles se pudo escuchar entonces una severa reprimenda ante un mal fallo del juez: ¡Interperante!
Lo más espectacular de esos minutos ocurrió con un violento pelotazo del centrodelantero de los demonios que pasó lejos del arco y fue a parar a una nube vecina, desde donde (según las malas lenguas) devolvían la pelota tajeada. Pero esta vez retornó ilesa.
A esta altura todos estaban convencidos de que el cero a cero era inevitable. Algunos demonios iniciaron un juego verbal artero tratando de amedrentar a los ángeles con terribles amenazas si no los dejaban ganar. Era, una vez más, la lucha entre el bien y el mal...antigua porfía de la que aún nuestra civilización no ha tenido información certera del vencedor.
El tiempo se extinguía, empezaba a caer la tarde. Las nubes opacaban su fulgor y los parroquianos se ponían en fuga, cuando ocurrió lo inesperado.
Detrás de la mitad de la cancha, un jugador de blanco no identificado hasta ese momento pero que sobresalía visiblemente del resto de sus compañeros, dominó la pelota en su empeine y la dejó a su disposición. Envuelto en un haz de luz propio inició una carrera notable con el balón entregado a su pie izquierdo. Eludió a un adversario, luego a otro, dos más quedaron en el camino y el magistral delantero se encaminó hacia el arco.
El único testigo que quedaba detrás de ese sector, indicó que el delantero de larga barba movía la cintura de una forma nunca vista y su potencia era sobrenatural.
Esquivó el penúltimo obstáculo y enfrentó al arquero, al que desparramó con una gambeta corta. Era el gol de todos los tiempos.
Pero de pronto, se estremeció el espacio y apareció un defensor muy veloz que parecía envuelto en llamas, según atestiguó el mismo simpatizante que permanecía absorto detrás de ese arco en el que todo estaba por suceder. El defensor se arrojó desde atrás y cuando el gol era inexorable, trabó la pelota con una de sus piernas. El omnubilado simpatizante juraría después que él había visto una especie de cola roja erizada en lugar de la pierna salvadora.
Entonces, uno de los angelitos que acompañaba la jugada y que había corrido setenta metros esperando el pase, se puso las manos como bocina y le gritó al celestial delantero que permanecía envuelto en su propia luz:
"¡Largála, che!...¿Quién te pensás que sos? ¡¡¡¿Maradona?!!!
Marcelo Mármol De Moura
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