domingo, 3 de abril de 2011

EL OTRO (cuento)

Un suburbio como tantos de Buenos Aires fue su primera luz.
Allí, donde los descampados aún no eran nidos de miedo, comenzó a correr detrás de un elemento al que la geometría no se hubiese animado a llamar redondo, pero que rodaba.
Ese era su afán, el de rodillas peladas y descubrimientos con asombro.

Entre voleas y taquitos lujosos a cualquier bollo de papel surgían las querencias para Javier Pedersoli, atrapado sin salida en esa enigmática pasión por la pelota de muchos chicos del mundo.
Al poco tiempo, sus habilidades se habían expandido y sus pies dibujaban arabescos, como cumpliendo órdenes enviadas por un cerebro superior.
A los ocho años, siendo ya el indiscutido número uno en la elección de los picados del barrio, se fue a probar a un club de primera: Argentinos Juniors.
A la vez que superaba con satisfacción las categorías infantiles y su nombre rompía el anonimato, comenzó a tener unos extraños despertares, hijos de sueños complejos que lo incluían generalmente como actor principal.

Sin siquiera sospechar que algún pensador había hablado alguna vez de los caminos subterráneos que recorre nuestro espíritu mientras el cuerpo descansa, Javier Pedersoli inició un camino que lo llevaría a presunciones asombrosas.

La mañana que debutó en novena jugando contra Independiente, supo al despertar que había soñado lo que le iba a suceder.
Se vio con la número diez en la espalda y jugando el trascendental partido. En la tribuna estaban dos jugadores de la primera de Independiente, Bertoni y su ídolo Bochini, y cuando terminó el partido bajaron a saludarlo al vestuario.

Aunque Argentinos Juniors venció a Independiente 1-0 en el debut de Pedersoli, nada de lo que había soñado aconteció. Jugó con la camiseta número 15 y recién ingresó al campo cuando faltaba poco para terminar.
Nadie había bajado para saludarlo especialmente.

A pesar de algunos tropiezos, su paso por las inferiores continuó y ciertamente ya en octava división era el número ocho titular.
En esa época, tuvo otro sueño admonitorio: estando en octava, el técnico de la primera lo convocaba para ir al banco en un partido contra un empinado equipo del interior del país. Era el campeonato nacional y él debutaba contra Talleres de Córdoba tirándole un caño a un rival.
El sueño se detuvo en el caño.
Se congeló como una imagen eterna que iría directamente a la portada de las revistas.

Nada de eso sucedió, pero viajando en el colectivo de la cancha a su casa después de un partido de su división, encontró una realidad que era tan visible que por su propia luz se ocultaba: lo que él soñaba, al poco tiempo le sucedía a otro. Y ese otro, era siempre el mismo.
Sus sueños le revelaban esa vida ajena, de manera singular y exacta.

Javier Pedersoli abandonó el fútbol cuando a los 18 años el club lo dejó libre y no tuvo ganas de disgustarse para siempre con la pelota con nuevas frustraciones.
Aún con la carga de ser el mejor futbolista de una oficina de Villa Urquiza, Javier Pedersoli nunca pudo desligarse de los sueños esclarecedores de la vida futbolística de aquel otro.

Soñó un pase deseado a Boca Juniors, un campeonato, un gol de taco en el Barcelona, una rabona contra el Resto del Mundo vistiendo la casaca de la Selección, el título mundial juvenil, un pase a Italia y un gol cósmico a Inglaterra en un Mundial.
Ese fue el último sueño de Javier Pedersoli, tal vez porque nada más quedaba por soñar, tal vez porque ese gol cumplía los sueños de todos los pibes del universo.

Javier Pedersoli sufrió en su vida el halago de poseer el don de la premonición.
En sus sueños diseñó una trayectoria futbolística superior, la más distinguida que alguien se pudiese imaginar.
Y en la realidad encontró el obstáculo de un espejo que le mostró lo que era.

Pedersoli jugó menesterosamente al fútbol, pero soñó como si su alma estuviese en el cuerpo de Diego Maradona.

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