domingo, 25 de enero de 2009

CONJUNTOS (cuento)

Lo primero que recuerdo de la escuela primaria es un cuaderno en el que había dibujados unos círculos y dentro de esos círculos habitaban figuras similares, de la misma especie.
En verdad, acomodando algún desorden creo haber visto recientemente ese cuaderno y por eso la imagen de aquellos conjuntos mal trazados se entromete por delante de recuerdos mejores, como ese aroma a tiza y té con leche que dominaba mi salón de clases o ese inmenso patio de baldosas que se fue achicando con los años.

Pero volvamos a los conjuntos.
Esos círculos nos mostraban las divisiones que veíamos del mundo a los seis años: por un lado, los cuadrados; por el otro, los triángulos.
Por un lado las vocales, por el otro las que no lo son.
Por un lado los soles, por el otro las lunas (siempre dibujadas como medialunas, ya que para los dibujos de los niños no hay lunas redondas).

Con el paso del tiempo los conjuntos de la infancia crecieron en complejidad y un día nos dimos cuenta de que podíamos dividir al mundo según se nos antojase.
Por un lado, lo romántico; por el otro, lo clásico.
Por un lado, el yin; por el otro, el yan.
Por un lado, Boca Juniors; por el otro, River Plate.

Sin tener que echarle la culpa a ningún misterio insondable del universo me hice hincha de Boca porque mi tío y mi padrino me trajeron una camiseta azul y amarilla ni bien nací.
Es cierto que en esos primeros minutos de mi vida yo no estaba en condiciones de tomar decisiones tan importantes, más bien estaba preocupado por adaptarme a este mundo sin agua y concentrado en terminar de llorar de una buena vez.
Sea como fuere, esa camiseta inicial marcó mi vida de hincha dentro del conjunto de los que simpatizaban por Boca Juniors.

Pero un día hice un descubrimiento horroroso que me complicó la existencia: dentro del conjunto de los que simpatizábamos por Boca había algunos integrantes a los que yo repugnaba y al pensar que esos tipos iban a compartir mi felicidad por una victoria, me daban ganas de que Boca perdiera.
En esa época yo odiaba a un insufrible periodista que aparecía en la televisión y que era hincha de Boca.
Un vecino cercano tenía un perro gigante que siempre me hacía pasar malos momentos y luego de discusiones grotescas interrumpimos todo saludo dejando amenazas atroces en el aire. El tipo era de Boca.
El más odioso de los profesores que tuve, también era de Boca.

Mi desesperación también se hundió en los mares de enfrente, porque muchas personas que integraban el conjunto de los que simpatizaban por River eran amigos entrañables, gente que merecía ampliamente ser feliz.

El tormento no tardó en llegar: empecé a no disfrutar ni las victorias de Boca (porque sabía que el dueño del perro era feliz), ni las derrotas de River (porque sabía que mi amigo estaba sufriendo), ni las derrotas de Boca (porque me dolían a mi), ni nada.
Pensé seriamente hacerme hincha de un equipo menor que tuviese menos rivalidades y pretenciones, pero me fue imposible. Ya se sabe, un bien nacido puede cambiar cualquier cosa menos eso.

Hasta que un día llegó la solución.
Encontré a una persona que también estaba dentro del conjunto que yo integraba y que sin saberlo me hizo sentir las cosas de una manera superior, con una sensibilidad distinta: él era de Boca como a mí me gustaba.
No seré tan torpe de intentar explicar ese sentimiento, porque sería como tratar de imitar el ruido de las hojas secas que uno pisa en otoño.

Sin más vueltas confieso que cada vez que juega Boca quiero que gane por mí y por él. Ya no me importa el detestado periodista, ni el insolente dueño del perro, ni nadie.
Tampoco me interesa demasiado lo que puedan sentir los simpatizantes de River cuando su equipo pierde, total diez minutos después de cada partido da lo mismo ser de un equipo o de otro para nuestra vida de relación.

Con el problema resuelto a veces pienso en el momento exacto en que nació esa rara conexión que me salvó de ingresar en el conjunto de esos personajes que tienen la triste misión universal de andar diciendo por la vida “no, a mí el fútbol no me interesa”.

Y me parece que ese momento empezó cuando me dijo: “mi viejo me puso Silvio por Marzolini”.


Marcelo Mármol De Moura

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